lunes, 20 de julio de 2020

Los fotógrafos: únicos dioses verdaderos

Por Germán Fleitas Núñez*
Entre nosotros los hombres comunes y corrientes, los únicos dioses verdaderos que existen son los fotógrafos, porque ellos nos conceden la inmortalidad que antes ofrecían los dioses del Olimpo.

Con sus máquinas de capturar imágenes, los fotógrafos perpetúan un breve instante de la vida, y a partir de esa imagen, con un poco de magia o de imaginación, podemos reconstruir la vida entera del personaje, de su entorno y de la época.

Una fotografía tomada con la cámara; no un retrato. Porque ni el mejor de los rostros salido del pincel del mejor de los pintores podrá decirnos tanto de alguien como nos lo diría la peor de sus fotografías.

Ni “El Quijote” ni las “Nueve Sinfonías” de Beethoven ni todas las pinturas de El Greco, ni las cartas de Bolívar, ni “La Victoria de Samotracia”, ni las grabaciones de la voz de Enrico Caruso podrán jamás revelarnos mejor la verdadera personalidad de sus autores, como lo hubiera hecho una simple fotografía.

Conocemos mejor el rostro de Páez que el de Bolívar porque al Libertador lo pintaron los pintores, mientras que a Páez lo retrataron  los fotógrafos.

 Y lo mismo que con las personas, pasa con las ciudades. Antes las ciudades duraban más que los hombres; hoy en cambio, los hombres duramos más que las ciudades. Nacíamos, crecíamos y moríamos en la misma ciudad que nos había visto nacer. Hoy, muy pronto comprendemos que el barrio, la cuadra, el entorno urbano que nos vio nacer ha desaparecido y en su lugar hay uno diferentes. Para una misma generación no hay recuerdos, el lar nativo puede conservarse en ese refugio transitorio que es la memoria, pero ya para la segunda generación, no hay recuerdos ni bastan los relatos; es necesario acudir a la fotografía.

Hasta los sueños son más sueños cuando los inspira la fotografía. Muchos hemos estado frente a la estampa clásica victoriana de la Casa Amarilla y la Iglesia Matriz. Hemos empujado con la imaginación el portón entreabierto, andado sus viejos corredores y subido por la escalera de caracol hasta la ventana que da a la plaza para contemplar los tejados desde lo alto. O atravesado el umbral del Teatro Ribas en una añeja foto de Pancho Villasana, o cantado serenatas a la luz de la luna, al pie de la ventana de esa antigua casona señorial de nuestros sueños, donde todos, alguna vez, tuvimos novia.

Y es que ni las mejores páginas de los historiadores, ni todos los libros juntos podrán revelarnos tanta verdad, como nos la revela una sola fotografía.

La histórica ciudad de La Victoria de finales del siglo XIX y del ya lejano siglo XX, sería inimaginable para todos nosotros, si no hubiera andado por sus soleadas calles de tierra, por sus plazas, por sus opulentos salones, cámara en ristre, concediéndole inmortalidad a los rostros y a los viejos muros cargados de gloria, ese par de enviados de los dioses llamados Luis Fernando Wittmer y Eduardo Carrillo “Carrillito”.

Y muchos de lo que los victorianos del futuro sabrán del entorno urbano que sirvió de escenario, de campo de batalla, de sitio de trabajo, de hábitat y de valle de lágrimas a sus antepasados –que somos nosotros- se lo deberán a ese enjambre de perpetuadores de la vida, quienes como Miguel Ruiz Martín, Manuel Castelaín, Walter Amed Boscán y los capitaneados por Rómulo Ollarves, salen a cazar “oyes” que ya mañana serán “ayeres” para que nuestros descendientes los recreen y revivan con la magia de la imaginación.

Atrapados para siempre en esos pedacitos de papel y de cartón, nuestros rostros, nuestras calles, nuestros muros, “no morirán jamás”, porque habrán alcanzado la inmortalidad que hoy nos conceden esos verdaderos dioses del Olimpo que son los fotógrafos.

*Cronista Oficial de La Victoria.

Fotomontaje: José Argenis Díaz.

Fuente

Catálogo de la I Gran Colectiva de Artistas Victorianos/ Doce maneras de expresar el arte. Centro de Información Digital (CID). La Victoria, marzo 2004.

Germán Fleitas Núñez, cronista oficial de La Victoria.
Obra de Teresita Da Silva. Oleo sobre tela.
(50 x 70 cm), 2004.

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