OBRA GANADORA DEL I CONCURSO LITERARIO DE NARRATIVAS DE FUNDACLOVE

I CONCURSO LITERARIO DE NARRATIVAS CON LECCIÓN DE VIDA
ÉRASE UNA VEZ UN COMIENZO
VEREDICTO DEL JURADO

Después de leídas y analizadas las obras participantes en este primer concurso de narrativas “Érase una vez un comienzo”, el jurado evaluador dio por ganador del concurso la narrativa con el titulo “Y el apagón encendió su luz”, por su contenido técnico y literario, la fluidez en la narración, la definición de los personajes, buena descripción del ambiente, secuencia narrativa y su contenido humanístico que resalta los valores familiares, escrito bajo el seudónimo de Alejandro Villanueva, abierta la plica resultó corresponder a Gary Bilbao como autor de la obra.

Jurado: Rosa Rodríguez, Williams Hernández y José Argenis Díaz.

Y EL APAGÓN ENCENDIÓ SU LUZ

Alejandro Villanueva

Carlos veía su programa deportivo favorito cuando de pronto el televisor se apaga y al mismo tiempo todo lo que funcionaba con energía eléctrica. Lo único que se mantenía encendido, aunque con poca carga, era su teléfono inteligente.
—¡Miriam, desconecta los aparatos de la sala! —le grita a su esposa desde el cuarto, mientras desenchufaba el televisor y la computadora. Salió del cuarto en dirección a la cocina con la intención de desconectar los artefactos que allí estaban, cuando sin esperarlo, choca con alguien en el pasillo.
—¡Papá! Me pisaste —. 
Era su hija. La oscuridad causó ese choque que lo dejó con un codazo en el hígado causándole un ligero dolor, pero del que no se quejó para no seguir atizando el malestar que ya tenía por el apagón. Pero, entre otras cosas, también se abstuvo de expresar su dolor, porque ese choque le permitió sentir el calor de la piel de su hija, algo que, le hizo pensar, tenía tiempo sin sentir. En segundos concluyó que no recordaba cuando había sido la última vez que le había dado un abrazo a Ligia, su morena y casi quinceañera hija. 
Mientras meditaba en el pasillo, Luis, su hijo menor, quien traía una linterna, pasó rozando el pantalón de Carlos quien sintió sus rizados cabellos con su codo izquierdo, el mismo de la mano que sobaba su costado derecho. 
—¿Dónde es que guardan las velas? Yo ayudo a ponerlas —dijo mientras se colocaba en el centro de la cocina viendo acuciosamente hacia todos lados. Su mamá, que estaba en el patio, le respondió: 
—En la segunda gaveta del estante, hijo. Allí debe haber cuatro velas. Enciende dos nada más. ¡Cuidado te quemas!— 
—Sí, mamá —, respondió con un dejo de fastidio Luis.
Carlos, quien se había sentado en una de las sillas del comedor de la cocina a pasar el dolor del codazo que le dejó Ligia y se quedó meditando un poco, notó que su hijo se acercaba alumbrando con la linterna y las velas en su mano. Extendió la mano para tomar la linterna y Luis, luego de poner las velas en su recipiente, encendió un fósforo para prenderlas. 
Carlos apagó la linterna. Las dos velas  iluminan el ambiente, pero sobre todo iluminan el rostro de su hijo. Observó sus ojos, su mirada inocente, esa que aún mantiene un niño de diez años, pero a la vez notaba la fuerza e independencia que irradiaba de ella, esa misma independencia que le motivaba a tener iniciativa y ser tan colaborador. Detalló su nariz, sus labios y el lunar que tenía cerca de ellos. Su cabello castaño, largo en ese momento y algo despeinado. Tenía tiempo sin abrazar a su hija, y tiempo sin mirar a su hijo.
Su teléfono casi se descargaba. Tenía poca señal, producto del apagón y muestra de que este había sido general y por ende, la señal telefónica se veía afectada en los servicios de distintas operadoras. Necesita enviar un mensaje urgente. En un intento por enviarlo sale al patio, buscando mejor recepción. Logra enviarlo segundos antes que se apagara el equipo. En un suspiro de victoria, alza sus ojos al cielo y ¡vaya!, un espectáculo ante sus ojos. Un cielo totalmente despejado permitía ver miles de estrellas brillantes titilando. Parecían sonreírle, alegres de que Carlos notara su existencia. 
Absorto por unos instantes, contemplando y detallando esas luces en el cielo, sentía como si una luz se estuviese encendiendo dentro de él. No sabía cómo explicar lo que sentía, y solo se le ocurrió eso. Todo era oscuridad y ausencia de luz, era la referencia inmediata que tenía. Apagón, velas, celular apagado, estrellas brillando. . .
Se dirigió de nuevo a las casa y al ir entrando por la puerta, Ligia, su hija, justo iba a buscarlo para preguntarle  algo. Esta vez no chocaron, la luz que emanaba tenuemente de la vela de la cocina les permitió distinguirse. Sin embargo Carlos quiso provocar un ligero choque, ¿su finalidad? abrazar a su hija, al principio, de manera superficial. Le colocó su brazo izquierdo sobre la espalda a Ligia, quien, aunque hizo un gesto de extrañeza, no se inmutó ni lo rechazó. Se encaminaron hacia la sala, pero al pasar por la cocina, Carlos, traviesamente, le pellizca una posadera a Miriam, quien hacía la cena asistida por Luis. Esta respondió con una mueca de desdén, pero Ligia soltó una carcajada ante la ocurrencia de su padre. 
—Circulen, circulen. Estoy ocupada. Quiero cenar temprano para irme a dormir —dijo, mientras se dirigía a la nevera a guardar el paquete de masa lista para hacer empanadas. 
Luis quien la ayudaba  separar las plantillas, no se perturbaba ante lo que pasaba, estaba muy concentrado en su papel de chef casero. 
Carlos y Ligia continuaron su trayecto a la sala, se sentaron en el sofá más grande y Carlos, con un gesto, invita a su hija a acercarse más a él. Ésta responde y Carlos la recibe con ambos brazos y allí, en la opaca luz de la vela y con el silencio como fondo musical, se funden en un fuerte abrazo. Su hija parecía anhelarlo, ya que fue bastante efusiva al dárselo. Él disfrutó ese momento como si fuese un reencuentro con su hija luego de años de no verla. Un rayo más de luz para su alma. El apagón no estaba siendo tan malo, después de todo. 
Ligia le hace la pregunta pendiente. Luego de respondida, conversan de todo un poco: política, estudios, economía, teléfonos, música. Ligia acaparaba la conversación, pero a Carlos no le importaba; por primera vez en mucho tiempo conversaba con su hija de esa manera y la escuchaba con atención. Su corazón se iluminaba con una sonrisa de placer y disfrute. 
Luis entra corriendo a la sala para avisar que la cena está lista, pero al ver el cuadro de su papá y hermana abrazados en el mueble, con cierto asombro y algo de celos, empieza a hacerle cosquillas a su hermana para así separarlos. Carlos se une, pero se las hace a Luis, quien se carcajea y luego de unos segundos exclama:
—¡Basta. Me rindo, me rindo! La cena está lista, vamos a comer —dice entre risas estentóreas. Para luego calmarse en los brazo de su padre. Carlos convirtió sus cosquillas en una tenaza que abraza a su hijo y lo alza por unos metros, mientras se dirigían a la cocina a comer. 
Todos llegan al comedor. Miriam se había adelantado y estaba comiendo. Realmente se sentía cansada y solo pensaba en irse a la cama. Carlos y los muchachos se sientan y se unen a Miriam en ingerir las ricas empanadas rellenas de jamón y queso. Se veían deliciosas, aún con la poca luz que emanaba de la vela y la linterna que Luis acababa de encender. Segundos después de probar su primer bocado, Carlos detalla la escena, que a su parecer era bastante surrealista: silencio, luz de velas, pero sobre todo, la familia completa cenando. 
No recordaba hace cuantas lunas había ocurrido eso último. Su mente viajó y creyó recordar que había sido cuatro meses atrás, en la última navidad y año nuevo. Disfrutó ese momento y eso lo motivaba a saborear la comida, se sentía complacido. Había visto el rostro de su hijo, observado las estrellas, sentido y escuchado a su hija, saboreaba la comida, allí, reunido a junto a su familia. El apagón hacía estragos en varios sentidos, era cierto, incluyendo oscurecer el exterior; pero de alguna manera, su interior se alumbraba cada vez un poco más. 
Cada uno fue terminando de comer, aunque sin levantarse de su silla. Conversaban de cosas intrascendentes, pero lo hacían en familia, como tenían tiempo si hacerlo. Además el estar sin teléfonos, televisor o computadoras facilitaba el proceso de acercamiento y compartir. 
A pesar de haber empezado primero, Mirian fue la última en terminar de cenar, aunque no era extraño, comía muy lento siempre. Para no ser tan descortés y porque también estaba feliz de ese momento familiar, se quedó un rato más conversando, pero invariablemente expresó de su deseo de irse a descansar. Se despidió con un beso a cada uno, para luego dirigirse a la habitación mientras les encargaba con voz de mando:
—Cierren las puertas y no se acuesten tan tarde. ¡Ah!, y bajen los interruptores de los bombillos, para que cuando llegue la luz no estén prendidos. Chao, chao— fue lo último que se escuchó decir mientras cruzaba la puerta del cuarto.
Carlos se quedó conversando un rato más con sus hijos. Jugaron a las adivinanzas, contaron chistes y recordaron anécdotas de la familia. A la hora de haber cenado, da la orden de irse a dormir. Luego de besar y abrazar fuertemente a sus hijos y agradecerle a la vida ese momento especial, se dirige a su habitación, justo después de cerciorarse de que las puertas estaban bien cerradas. Luis y Ligia se encargaron de los interruptores de la sala, cocina y de sus respectivos dormitorios.
Al entrar al cuarto con la linterna, Carlos ve a su esposa acostada. «Realmente estaba exhausta», piensa, al notar que estaba profundamente dormida. Procede a cambiarse de ropa para prepararse a dormir. Va al baño, se cepilla los dientes, lava bien su cara con su jabón favorito de avena y al estar de nuevo en la habitación se acuesta en la cama. 
Travieso e inquieto como era, intenta acomodarse en el pecho de Miriam, quien, para su sorpresa casi ni se movió. Sabiendo lo que pasaría, pero sin imaginar lo que sentiría, allí recostado escuchó los latidos del corazón de su mujer: fue algo mágico, sublime. La sintió tan cerca, tan dentro de él, como si cada pulsación del corazón de su esposa se uniera al suyo como un dúo de golpes de energía. 
Tanto silencio le había permitido oír a sus hijos y ahora el corazón de Miriam y, paradójicamente, tanta oscuridad le estaba permitiendo ver cosas que tenía tiempo sin notar. Saboreó ese momento y esforzándose para que la lágrima que brotaba de su ojo derecho no aterrizara en la piel de su esposa, se acercó a la mejilla de su durmiente compañera de vida y le besó. Esta vez Miriam sí se movió un poco, hizo un gesto risueño y siguió durmiendo. 
Carlos sonrió también, y allí, en el silencio casi absoluto que le rodeaba, empezó a escuchar a su propio corazón. ¡Cuánto no le dijo esa noche! Y él, atentamente, oyó cada mensaje. Escuchó todo lo que él siempre le había querido decir, pero que por el ajetreo de su vida, no había podido y, quizá tampoco, querido escuchar.  Fue durmiéndose sin dificultad, aunque antes de dormirse totalmente, tuvo la intuición de apagar la luz de la habitación. Sin embargo recordó que no había electricidad. La luz parecía emanar de algún otro lado, y no precisamente del exterior. 
6:00 a.m. La alarma del teléfono no sonó, pero no fue necesario. Su cuerpo, acostumbrado ya a despertar a esa hora, reaccionó y lo primero que escuchó fue algo que tenía tiempo sin oír: pájaros. Un concierto en vivo de multitud y variedad de aves que parecían cantar exclusivamente para él. Se lo gozó como nunca.
El servicio eléctrico aún no se restablecía, la falla al parecer era considerable. El apagón pintaba para rato. No sabía cuándo podría tener electricidad, y a pesar de que le hacía falta por su trabajo y demás cosas necesarias, este percance le estaba dejando una lección positiva. Le estaba enseñando el valor de compartir con su familia, de disfrutar de las pequeñas cosas, de vivir la vida de manera más intensa y detallada. 
Y es que el apagón le había desconectado el televisor, el teléfono y la luz de las lámparas. Le apagó el aire acondicionado y el ventilador. Pero encendió sus oídos, mente y corazón. 
Esa mañana, luego de una noche en completa penumbra, el sol brillaba y alumbraba el exterior, pero algo dentro de Carlos se iluminaba con mucha más intensidad. El apagón había encendido su luz. Su luz interior. La luz de una nueva vida más plena, consciente y feliz.

Gary Bilbao, ganador del concurso de Fundaclove.