*** En este ensayo el doctor y metodólogo Radamés Guzmán García nos sumerge en el cuestionamiento de los paradigmas científicos que nos dejó la Modernidad y muestra cómo podemos abordar el nuevo lenguaje epistemológico con una mente más abierta... dar paso a nuevas metáforas... para entender el conocimiento sistemático de la realidad...
El pensamiento Occidental ha tenido como signo distintivo un gusto exacerbado por las escisiones, las divisiones, las separaciones. Muestra de ello lo ha constituido el ya ampliamente conocido divorcio entre la apariencia y la realidad, la forma y el contenido, el proceso y el producto.
De manera pues que la Grecia antigua nos dejó un legado con el cual hemos convivido hasta los tiempos actuales, por cuanto todavía persisten algunas dicotomías en la racionalidad científica, aun cuando se reviste el discurso de nuevas e inquietantes figuras.
Con el transcurrir de los años y muy particularmente a lo largo del siglo XX, múltiples hallazgos tambalearon los cimientos de esta forma de pensar. Particularmente relevantes en este aspecto fueron las grietas provocadas por los descubrimientos de la física cuántica en la primera mitad del siglo en cuestión. Aunado a esto, los aportes de importantes filósofos y epistemólogos como Kuhn, Feyerabend, Rorty, Foucault, Deleuze, Morin y muchos otros, pusieron a temblar a las teorías epistemológicas heredadas, las cuales experimentaron serios cuestionamientos a su solvencia y credibilidad.
Una nueva racionalidad se impone, nuevas lecturas de la realidad irrumpen en el escenario científico, se corre el telón permitiéndonos percibir zonas oscuras, surgen en la escena imponentes y curiosos personajes: la incertidumbre, el caos, la indefinición, lo irregular representando roles protagónicos que nos permiten acercarnos a “otros mundos en el mundo” y distanciarnos de ese universo mecánico, determinado, preciso e inmutable que la modernidad y el positivismo pretendieron establecer.
Hoy por hoy, el siglo XXI nos sorprende con nuevos ropajes, con otros discursos, nuevos personajes. Nos vemos a nosotros mismos en pleno proceso de resignificación de las estructuras sociales y conceptuales que la modernidad nos impuso. Servida en bandeja de plata, aparece la mutación como un manjar exquisito a degustar, mientras las metamorfosis se pasean por los linderos del conocimiento, de nuestra visión de mundo y hasta de la imagen que tenemos sobre nosotros mismos.
La epistemología de la ciencia se nutre de cambios notables, una seductora narratividad nos involucra en una danza de construcciones y reconstrucciones para dar paso a nuevas metáforas que den forma a nuestra experiencia del mundo. De manera pues que si bien la modernidad requirió del aislamiento disciplinario, supuso contextos separados y depurados, no admitió ni permitió la conexión entre la ciencia y la política, la tecnología y las humanidades, el arte y el saber-hacer, la filosofía y el conocimiento pretendidamente “positivo”, todo en aras de una supuesta pureza y definición absoluta, en los tiempos que corren el signo característico es la mixtura, la irregularidad, la ambigüedad y la transformación.
Les invito pues a dar un recorrido a partir de algunas metáforas ampliamente difundidas que nos permitirán dar cuenta de cómo las figuras-metáforas de la simplicidad se han presentado y utilizado en muy diversos contextos y cómo han ido conformando nuestras creencias respecto del mundo y de nuestras posibilidades de conocerlo.
Comenzaremos nuestra exploración por la “Alegoría de la Caverna” de Platón, pues allí se establece la disyunción entre el mundo de la apariencia -al que acceden los comunes mortales- y el de la verdadera realidad. A ese otro mundo que nos trasciende infinitamente sólo acceden unos pocos elegidos: los autodenominados sabios (en aquellos tiempos filósofos, en los nuestros científicos o expertos). Proseguiremos el camino considerando la metáfora fundante de la concepción representativa del conocimiento: la del saber como espejo de la naturaleza (Perspectiva lineal- el ojo de Dios). Para finalizar este recorrido por las metáforas básicas de la simplicidad, consideraremos la figura del mundo-reloj (unificación del tiempo: mecanismo determinista y determinado).
A través de la metáfora de la caverna Platón encadena definitivamente su filosofía a la dicotomía Apariencia/Realidad. En el texto platónico, que no casualmente es el primer tratado político de occidente, los hombres son presentados como esclavos que confunden las sombras con las auténticas realidades. Sólo el sabio (obviamente Platón) tiene acceso al conocimiento verdadero, a la luz. La metáfora pretende mostrar a los hombres que son necios e ignorantes y que lo que ellos creen que es el mundo no es sino mera ilusión, una apariencia fantasmal, una versión degradada de la verdadera realidad. El filósofo, único poseedor de verdadero saber, tiene que sufrir la incomprensión y el maltrato de sus congéneres habituados como están a su mundo de fantasía. No por ello ha de cejar en su designio de “salvar” a sus congéneres del error y guiarlos hacia el saber iluminador. Al contrario, hará de cada obstáculo un desafío, como su maestro Sócrates que no se amilanó ante la cicuta y que hasta su último suspiro siguió aguijoneando a sus conciudadanos.
A partir de Platón, el objetivo supremo del sabio ha de ser el de sacar al rebaño desde la cueva de la apariencia hacia la luz de la verdadera realidad. Extraordinario y loable proyecto, generoso y sacrificado, salvo un pequeño “detalle”: ¿existe realmente esa caverna? ¿Es real la realidad platónica? ¿Es nuestro mundo sensible mera apariencia?
La gran mayoría de los pensadores posteriores discutieron, criticaron e incluso rechazaron buena parte de las enseñanzas del gran maestro de la Academia, pero todos de un modo u otro aceptaron la gran ruptura entre realidad y apariencia, a partir de la cual surge el privilegio de la problemática por la verdad como adecuación entre el saber y la realidad. En este tejer y destejer el tiempo se entrecruzan posturas disimiles que intentan sembrar en el difícil terreno de la verdad. Surge así otra metáfora lapidaria: el conocimiento como espejo de la naturaleza, la cual ha sido una de las más grandiosas creaciones del hombre moderno. El mismo ha sido productor y producto de esta perspectiva. El sujeto moderno mira al mundo pero no se ve a sí mismo mirándolo: él es meramente un espejo.
Las metáforas ópticas han sido la forma más habitual en que se presentó la caverna platónica en la Modernidad. Esta nueva versión combinó la división entre la apariencia y la realidad con la separación entre el cuerpo y la mente, y la desvinculación entre el sujeto y el objeto. De este modo a la tradicional problemática de la verdad se le sumó la de la objetividad del conocimiento.
La objetividad ha constituido una de las pretensiones que durante mucho tiempo sostuvo el paradigma positivista. La pureza perceptiva del sujeto y la nitidez del objeto se constituían en dos eslabones fundamentales de la cadena con que se pretendía reproducir la realidad. Desde esta perspectiva el conocimiento no es más que un representar de la realidad en la mente, con una buena adecuación a la misma, para ser objetivos. El sujeto, de esta manera, se reduce a una cámara fotográfica. Con esta analogía el positivismo se entronizó radicalmente en el siglo XIX y parte del siglo XX. A partir de esta metáfora y estos dispositivos paradigmáticos se va estructurando una concepción del conocimiento que instituye: La separación radical entre el espacio externo y el interno (Mundo Real- Imagen Mental), la independencia absoluta entre el conocedor y aquello que ha de ser conocido (Objeto Sujeto). A la tradicional problemática de la verdad se le suma la de la objetividad del conocimiento que ha nacido a partir de la metáfora óptica. El sujeto es completamente pasivo (metáfora cartesiana) o a lo sumo activo pero abstracto (metáfora kantiana)
Bajo esta estética del conocimiento el observador es apenas un sujeto virtual, nunca una presencia corporal, afectiva, socializada, interactiva, múltiple. Sólo una “Tabula Rasa” en la que se “imprime” la imagen. Esta geometría del conocimiento elude siempre la agencia, el intercambio, la mediación, del lado del sujeto. Al mismo tiempo, la omnipresente metáfora visual elimina del conocimiento los olores y los sabores, las tonalidades y los ruidos, las texturas y las rugosidades, las temperaturas y los ritmos y en su afán de “claridad y distinción” también arrasa con lo borroso, lo difuso, lo irregular, lo ambiguo del mundo y hasta lo cotidiano.
Ahora bien, si nos internamos más por los intricados parajes de este recorrido, pudiera suceder que alguno de nosotros tropezáramos con un inmenso reloj. Es la metáfora del mundo-reloj, con la cual se pretendió comparar al universo con un gigantesco mecanismo que obedecía a las leyes newtonianas del movimiento. El conocimiento también fue concebido de forma rígida y mecánica. La epistemología positivista focalizó en los productos ya terminados, es decir, en las teorías ya constituidas dejando en la penumbra el proceso poiético de producción del saber y sólo consideró legítimo aquello que entraba en la grilla del método, caracterizado por la imposición de un estilo estandarizado, mecánico, normalizado (Najmanovich, 2002). En este discurrir de ideas, es importante puntualizar que el paso de la perspectiva moderna al pensamiento complejo conlleva la necesidad de gestar nuevas METÁFORAS, que posibiliten un acercamiento a otros continentes y territorios y la navegación por espacios multidimensionales.
La noción de un “ser” totalmente definido en sí mismo, aislado e independiente, fundamento de la tradición Occidental desde Platón hasta la actualidad, ya no puede sostenerse en pie. La idea misma de un fundamento sólido de la existencia y del saber ha entrado en crisis. Los nuevos escenarios contemporáneos que están emergiendo nos permiten pasar de una concepción estática y aislada del ser (tanto a nivel epistemológico como ontológico) hacia una perspectiva en red: interactiva, dinámica y multidimensional. Se trata de un movimiento capaz de dar cuenta del saber y del mundo en términos de redes poieticas (capaces de producir y crear en y a través de interacciones transformadoras).
Así pues, surge en el discurso científico actual, la metáfora del Rizoma, de la red, como una de las figuras más fértiles para dar cuenta tanto de nuestra experiencia cognitiva como de la forma en se nos presenta el mundo. En la última década se ha hecho uso, y también abuso de la noción de red. Sin embargo, son pocos los autores que han tratado de elucidarla y explorarla en su potencialidad.
Hacia finales del siglo XX la noción de “red” se convirtió en una de las metáforas más descollantes de la cultura, extendiendo y diversificando su potencia en múltiples campos desde la inmunología hasta la psicología, pasando por la informática, las neurociencias, la antropología, la física, la epistemología, la geografía, la cibernética, la lingüística, la sociología, la economía y la fisiología, entre muchas otras. Entrados ya en el nuevo milenio, tal vez sea el momento adecuado para una reflexión sobre el campo significativo y el valor epistemológico de esta metáfora que caracteriza nuestra era.
Tratando de eludir la desatinada confrontación entre “Modernidad vs. Posmodernidad” Zygmundt Bauman ha planteado que estamos viviendo el tiempo de la Modernidad Líquida (Bauman, 2002). Las formas de vida y conocimiento características de la modernidad se están disolviendo, nuevas figuras van naciendo y, sobre todo, están emergiendo nuevas formas de figuración. Los enfoques complejos caracterizados por pensar en términos de interacciones no lineales nos dan la posibilidad de salir del círculo vicioso y habilitar un pensamiento fluido, capaz de adoptar diversas configuraciones sin llegar a la rigidez del cristal y sin desvanecerse como el humo. El conocimiento, entendido como configuración que surge de la interacción multidimensional, ya no es un producto rígido y externo cristalizado en una teoría, sino una actividad.
La configuración surge del encuentro de los seres humanos con el mundo al que pertenecen, encuentro múltiple y mediado, en el emergen simultáneamente el sujeto y el mundo en su mutuo hacerse y deshacerse, en un devenir sin término. La forma red, al tener una geometría variable en función de la conexión/desconexión de sus participantes es la más adecuada para pensar la multiplicidad de configuraciones que se producen en y a través de los intercambios. Pensar “en red” implica ante todo la posibilidad de tener en cuenta el alto grado de interconexión de los fenómenos y establecer itinerarios de conocimiento tomando en cuenta las diversas formas de experiencia humana y sus múltiples articulaciones. La red no tiene recorridos ni opciones predefinidas (aunque desde luego pueden definirse y también congelarse). Las redes dinámicas son fluidas, pueden crecer, transformarse y reconfigurarse. Son ensambles autoorganizados que se hacen “al andar”. Atraviesan fronteras, crean nuevos dominios de experiencia, perforan los estratos, proveen múltiples itinerarios, tejiendo una trama vital en continuo devenir.
Experiencia de la red como forma de conectividad. |
Las nociones de red, configuración y organización, desde los enfoques dinámicos, vinculan de infinitas formas lo que las dicotomías clásicas habían escindido y petrificado (el objeto, el cuerpo, la estructura) o evaporado (el sujeto, el significado, los vínculos no reglados). La estética de la complejidad es la de las paradojas que conjugan estabilidad y cambio, unidad y diversidad, autonomía y ligadura, individuación y sistema. El pensamiento dinámico no es monista ni dualista, sino interactivo, lo que le permite construir categorías como: “ser en el devenir”, “unidad heterogénea”, “autonomía ligada” o “sujeto entramado”, que se caracterizan por su no-dualismo. En estas categorías los opuestos conviven enredados de múltiples formas y modos en un proceso de configuración activa y temporal. Esta multiplicidad no implica equivalencia, no todo “vale lo mismo”, pero tampoco hay una vara universal que permita establecer una jerarquía de valores apriori. La apertura hacia la diversidad no lleva necesariamente al relativismo vacuo sino que abre las puertas a la afirmación responsable.
Como hemos podido observar a través de los distintos ejemplos y metáforas, la forma del pensamiento no es en absoluto mero formalismo. Instituye un horizonte de lo posible, una manera de asumir compromisos y descartar otros. Elegir una estética no es un acto menor, una preferencia exclusivamente ornamental, implica definir el territorio de existencia posible. Ni más, ni menos.
Finalmente, considero que la búsqueda de una metáfora que condense la compleja relación mente-realidad aun sigue, y que los verdaderos pensadores de nuestro tiempo, lo son por su capacidad de construir sistemas coherentes de conocimiento que pueden ser puestos a discusión, pero que al ser mutuamente contradictorios ponen en tela de juicio nuestro acceso unívoco a una realidad o al menos a su reflejo fiel. (Octubre, 2009)
Dr. Radamés Guzmán García. |
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