Yo conocí a Rolando Quero cuando no era pintor. Éramos unos niños, con alto interés de estarnos bajo las sombras de los samanes, que poblaban y aun pueblan el espacio de una placita vecina a nuestras casas: la placita de la Virgen de Lourdes. Llegábamos allí siguiendo el camino que los bachacos nos habían enseñado. Decíamos en secreto nuestras pequeñas oraciones y jugábamos a ser grandes desde los diminutos platos de una vajilla de porcelana, donde reposaba el sueño de una ensalada con un trocito de carne.
Y digo que ciertamente Rolando no era pintor, pero los colores de este encarnado trópico ya habían hecho nido en esa mirada, en el ojo que posee todo el que aspire a ser un creador en el mundo de las artes plásticas. Indiscutiblemente Rolando era de esta estirpe.
Muy pronto supimos que él tenía una efervescencia de colores en el pecho. Tendría unos trece años cuando elaboró unas réplicas, tan perfectas, en óleo, y demás, en un formato significativo que pasaba del metro, que todos lo vimos como lo que Rolando ya era: un pintor. Por eso en nuestra cuadra él tuvo modelos que posaron para su obra, mi hermana fue una. En el cuadro quedó transformada para siempre en una bailarina.
No dudó y tempranamente abandonó el país para hurgar en el insondable mundo de la creación. Incorporó entonces a España en su interior donde habitan olivares, arenas, soles. Crecieron adentro otros mares con lunas y las formas misteriosas de los sentimientos junto a los samanes de la placita, los milagros de la virgen, los signos del fuego, las señales del verano en los apamates en flor. La sempiterna cercanía de nuestros muertos. La compañía de El Ángel de la Guarda invocada por todas nuestras madres.
Los primeros cuadros de Rolando fueron figurativos. En el viaje, en el tráfico se fueron trocando en formas interiores, en manchas, re-creaciones de los recuerdos, o como dice de la obra de Rolando el acreditado conocedor y crítico de artes plásticas, Gabino Matos: formas y planos seccionados en un inacabado ritmo circular, a modo de circunferencias y espirales fragmentadas, revelan un halo misterioso de significados recónditos e imposibles. Pinturas que sugieren lo infinito, lo interior, lo misterioso; una suerte de pretensión de ir más allá del dato fácil que proporcionan los sentidos.
Cuando me inclino ante el mundo que contiene un cuadro de Quero, doy con una poética donde los colores, unas veces acentúan el vértigo de la desolación. Otras, el signo se compacta en sustancias oscuras que pertenecen a otro contexto y que el afán y los trajines de la búsqueda, hacen que habite el espacio de la tela para crear otra relación marcada por el relieve de la huella, el bulto del signo, tal vez de una nube en el ocaso de una tarde en Villa de Cura o en Túnez. En palabras de Gabino: una declarada oposición a la lisura y materiales pictóricos convencionales.
Decir Rolando Quero, es decir del empeño por descifrar la urdimbre de colores, ese insistir en otras formas. Así el ojo sobre la tela vuelve hacia el pájaro, la orilla, el ala de soñar, el íntimo rumor del rojo, el aguijón oscuro de una reja. Pinturas, obras donde los trazos crean un espacio de libertad, encerrado en el infinito círculo de lo universal
Rosa Hernández Pasquier, poeta y editora.
Obras de Rolando Quero. |
Excelente semblanza ,que nos acerca a la intimidad, ludica ,espiritual e infinita, de la fructífera obra de Rolando,bendiciones 👏
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