Entre nosotros los hombres comunes y corrientes, los únicos dioses verdaderos que existen son los fotógrafos, porque ellos nos conceden la inmortalidad que antes ofrecían los dioses del Olimpo.
Con sus máquinas de capturar
imágenes, los fotógrafos perpetúan un breve instante de la vida, y a partir de
esa imagen, con un poco de magia o de imaginación, podemos reconstruir la vida
entera del personaje, de su entorno y de la época.
Una fotografía tomada con la
cámara; no un retrato. Porque ni el mejor de los rostros salido del pincel del
mejor de los pintores podrá decirnos tanto de alguien como nos lo diría la peor
de sus fotografías.
Ni “El Quijote” ni las “Nueve
Sinfonías” de Beethoven ni todas las pinturas de El Greco, ni las cartas de
Bolívar, ni “La Victoria de Samotracia”, ni las grabaciones de la voz de Enrico
Caruso podrán jamás revelarnos mejor la verdadera personalidad de sus autores,
como lo hubiera hecho una simple fotografía.
Conocemos mejor el rostro de
Páez que el de Bolívar porque al Libertador lo pintaron los pintores, mientras
que a Páez lo retrataron los fotógrafos.
Y lo mismo que con las personas, pasa con las
ciudades. Antes las ciudades duraban más que los hombres; hoy en cambio, los
hombres duramos más que las ciudades. Nacíamos, crecíamos y moríamos en la
misma ciudad que nos había visto nacer. Hoy, muy pronto comprendemos que el
barrio, la cuadra, el entorno urbano que nos vio nacer ha desaparecido y en su
lugar hay uno diferentes. Para una misma generación no hay recuerdos, el lar
nativo puede conservarse en ese refugio transitorio que es la memoria, pero ya
para la segunda generación, no hay recuerdos ni bastan los relatos; es
necesario acudir a la fotografía.
Hasta los sueños son más
sueños cuando los inspira la fotografía. Muchos hemos estado frente a la
estampa clásica victoriana de la Casa Amarilla y la Iglesia Matriz. Hemos
empujado con la imaginación el portón entreabierto, andado sus viejos
corredores y subido por la escalera de caracol hasta la ventana que da a la plaza
para contemplar los tejados desde lo alto. O atravesado el umbral del Teatro
Ribas en una añeja foto de Pancho Villasana, o cantado serenatas a la luz de la
luna, al pie de la ventana de esa antigua casona señorial de nuestros sueños,
donde todos, alguna vez, tuvimos novia.
Y es que ni las mejores
páginas de los historiadores, ni todos los libros juntos podrán revelarnos
tanta verdad, como nos la revela una sola fotografía.
La histórica ciudad de La
Victoria de finales del siglo XIX y del ya lejano siglo XX, sería inimaginable
para todos nosotros, si no hubiera andado por sus soleadas calles de tierra,
por sus plazas, por sus opulentos salones, cámara en ristre, concediéndole
inmortalidad a los rostros y a los viejos muros cargados de gloria, ese par de
enviados de los dioses llamados Luis Fernando Wittmer y Eduardo Carrillo “Carrillito”.
Y muchos de lo que los
victorianos del futuro sabrán del entorno urbano que sirvió de escenario, de
campo de batalla, de sitio de trabajo, de hábitat y de valle de lágrimas a sus
antepasados –que somos nosotros- se lo deberán a ese enjambre de perpetuadores
de la vida, quienes como Miguel Ruiz Martín, Manuel Castelaín, Walter Amed
Boscán y los capitaneados por Rómulo Ollarves, salen a cazar “oyes” que ya
mañana serán “ayeres” para que nuestros descendientes los recreen y revivan con
la magia de la imaginación.
Atrapados para siempre en
esos pedacitos de papel y de cartón, nuestros rostros, nuestras calles,
nuestros muros, “no morirán jamás”, porque habrán alcanzado la inmortalidad que
hoy nos conceden esos verdaderos dioses del Olimpo que son los fotógrafos.
*Cronista Oficial de La Victoria.
Fotomontaje: José Argenis Díaz.
Fuente
Catálogo de la I Gran
Colectiva de Artistas Victorianos/ Doce
maneras de expresar el arte. Centro de Información Digital (CID). La
Victoria, marzo 2004.
Germán Fleitas Núñez, cronista oficial de La Victoria. |
Obra de Teresita Da Silva. Oleo sobre tela. (50 x 70 cm), 2004. |
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